Cien años de soledad
La niña jugaba en la
arena, montando castillos que el mar se llevaba. Su inocencia aun
pura, se reflejaba en su mirada, que con cariño se clavaba en su
padre, que absorto miraba las aguas calmadas. La tarde empezó a
caer, y las nubes se tiñeron de naranja dando paso a una viento frió
que tensó el ambiente. El coronel, tan atormentado y solitario
marchó de allí, con su hija cogida de la mano cantando canciones
olvidadas, de mil historias que alguna vez recordó.
Muchos años después,
frente al pelotón de fusilamiento el coronel aureliano Buendía
había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a
conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro
cañabrava construidas a la orilla de un río de agua diáfanas que
se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blanca y enormes
como huevos prehistóricos. A él jamás le había gustado el sitio,
pero su padre, hombre de pocas palabras y carácter muy tosco,
decidió un día de improvisto llevarle a conocer aquel sitio, que
fue testigo de tan dulces momentos de su temprana infancia. Uno de
ellos fue cuando vio por primera vez la nieve, y pasó la larga tarde
riendo y jugando junto a su padre, que poco después murió
llevándose con el la seguridad del niño. Fue uno de los mejores
momentos junto a su padre, que recordó con añoranza y
desesperación. Le hubiera gustado llevar a su hija allí, que
conociera y viviera lo que él alguna vez sintió en aquella pequeña
aldea. Y ahora al borde de la muerte, se sentía desdichado e
impotente. Tenía tanto por hacer, no podía morir ahora, dejando a
su niña sola. Quería verla crecer y aprender de este cruel e
impotente mundo que tantas heridas le había dejado a él. Pero allí
estaba al borde de la muerte, recordando el abandono de su padre por
una repentina e injusta muerte.
Él haría lo mismo con su
hija, pero no la dejaría sola, podría morir atormentado, pero en
paz descansaría sabiendo que la pequeña estaba junto a Melquiades,
conociendo mundo. Aquel honrado y buen amigo gitano que conoció años
atrás, cuando su mujer Úrsula aun vivía. Recordaba el día que lo
vio por primera vez, con su circo de inventos extraños, donde le
quiso vender un imán, allí de la forma mas casual e improvista
entablaron tal amistad, que a pocos segundos de su muerte, Melquiades
sería el protector de la única razón que le daba vida, su hija. Y
junto al disparo, se perdió el coronel dejando atrás su mundo tan
extraño y peculiar.
“Muchos años después,
frente al pelotón de fusilamiento el coronel aureliano Buendía
había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a
conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro
cañabrava construidas a la orilla de un río de agua diáfanas que
se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blanca y enormes
como huevos prehistóricos” (García M. , 1999: 11)
Bibliografía
GARCÍA M. , G. (1999) :
Cien años de soledad ,
de. El mundo, Madrid.